“¡Sálgase de la casa que lo van a coger…!” Gonzalo León Rodríguez escuchó aquella extraña llamada y con el mismo azogue que ya traía después de una noche en vela, sintiendo el peso de un alma inocente que no lo dejaba dormir, quiso huir. Mordió el anzuelo. Salió de la vereda Guamo Chiquito, hacia la carretera después de correr durante todo el día y parte la noche, casi sin ropa, por el monte, desde Lebrija hasta Piedecuesta.
Se enfundó en un jean raído, una camisa a cuadros, manga corta, y arrancó. Allá afuera, en la parada, con una tranquilidad pasmosa, se sentó junto a un grupo de ‘bolivarianos motopiratas’, sin asomo alguno del pecado y la maldad que lo habitaban. Cuando se dispuso a partir, lo rodearon.
La sola presencia de los hombres del GOES con sus fusiles de asalto, así como las pistolas de los agentes de la Sijin y los overoles grises del CTI, lo paralizaron. “¡Queda detenido por homicidio..!”.
Lo demás sobre sus derechos como capturado quizá ni lo escuchó, porque ya sabía la razón de aquel cerco: lo buscaban por el asesinato de un niño de 14 años, a quien antes de que rayara el alba el jueves pasado, le había casi desprendido la cabeza de un machetazo, cuando el pequeño aún estaba sumido en sus inocentes sueños en una humilde y tibia cama, en la finca Calarcá, vereda San Joaquín, en territorio piñero.
De ahí en adelante, consciente y hasta hilando sus pensamientos, solo asintió con la cabeza… esposado.
Poseído por el odio
Debió pensarlo. Debió rumiarlo durante muchas lunas, en el surco, alimentando las aves de aquella granja donde ahora trabajaba, después de renunciar en la finca Calarcá, dos años atrás.
Allá comenzó todo. Cuando se fue de aquel predio, su compañera comenzó a alejarse, porque alguien le había caído en gracia; hasta que se separaron. Ella de Gonzalo y allá en San Joaquín, el hombre que la flechó.
Y León debió saberlo. Antier en la madrugada, cinco horas antes de que tuviera que sentarse frente a un Juez de Familia para definir la patria potestad de su hija con la mujer que ahora vivía al otro lado de la ciudad, casi a 40 kilómetros, Gonzalo prefirió madrugar empujado por el odio. Subió a su moto arropado con un poncho negro, como sus intenciones, decidido, resuelto.
Una hora después entró a aquella mayoría, conocedor de cada pasillo. Se dirigió a la habitación que sabía, que conocía y dejó caer con toda su fuerza, con todos sus músculos de cortador de caminos, el afilado machete que llevaba.
Cuando se volteó, el papá del niño llegaba alertado por un vecino que vio ‘una sombra que entró a la casa’.
¡Ese era su ‘objetivo’! Se giró y le asestó a él también tres sablazos: en la frente, el cuello y la región intercostal. Ya en el piso, el padre de niño se hizo el muerto, pero recibió otro corte en una pierna…
Luego, el asesino salió despavorido, tanto, que se olvidó del casco de la moto en que viajó hasta esa galponera. Abandonó la máquina en un predio cercano, se quitó la ropa y comenzó su marcha de estupor, sangrienta… a pie.
Cuando se descubrió el horror, la Sijin ubicó de inmediato al propietario de aquella FZ abandonada. Era Gonzalo.
De ahí en adelante, los investigadores trasnocharon igual que el homicida. Él huyendo, los otros persiguiéndolo.
Cubrieron todos los flancos donde podría llegar, hasta que ya con la luz del día uno de los sabuesos le marcó y le dijo: “Salga de la casa, que lo van a coger…”.
Minutos después, hacia las 9:30 de la mañana del viernes, los ‘chamos piratas’ que se hacen en la entrada a las veredas Guamo Grande y Guamo Chiquito vieron la tropelía de agentes. Inocentes, después de saber que no era la ‘migra’ que llegaba por ellos, preguntaron:
-¡Mira vale, ¿qué fue lo que hizo ese hombre pue’j; es que se vino ese mundo de policías encima y el tipo estaba ahí tan tranquilo… Hasta que lo cogieron, puej!”
-¡Le cortó la cabeza a un niño!
-¡Virgen Santa, que despiadado vale…!