Daybor Morales Rico es un santandereano que vive en uno de los lugares más extremos y remotos del mundo: Alaska, “la última frontera”.
Atraído por las perspectivas económicas y la belleza del paisaje, este ingeniero electrónico nacido en Barrancabermeja se radicó en compañía de su esposa e hija de ocho años en Anchorage, la ciudad más moderna del estado más grande de los 50 que tiene EE.UU., pero uno de los menos poblados, con 700 mil habitantes.
Alaska, tierra de contrastes, con imponentes montañas y los glaciares más grandes del mundo, tiene 1.530.700 kilómetros cuadrados, tres veces la extensión de España y un poco más que la de Colombia (1.143.000 km2).
Además, posee uno de los ingresos per cápita más altos de EE.UU. y un costo de vida alto, que reparte el 25% de las ganancias del petróleo cada año para los residentes permanentes.
Así, cada habitante con residencia legal en Alaska, con las mayores reservas de crudo existente bajo su subsuelo, recibe en promedio 800 dólares al año, a partir del segundo año asentado en la zona.
De la calurosa Florida a la nieve de Anchorage
Antes, Daybor y su familia habían vivido por cuatro años en el caluroso estado de la Florida, y en un viaje de vacaciones se enamoró de Anchorage. Le gustó mucho su tranquilidad, ser una ciudad pequeña y nada agitada. Ya lleva tres años en “este paraíso llamado Alaska”.
No fue una decisión fácil. No solo por el idioma sino especialmente porque sabía que el clima extremo era el mayor desafío para acostumbrarse a vivir en Alaska: frío ártico en el invierno donde no se pone el sol, y calor asfixiante en el verano; aprender a lidiar con la nieve y los contratiempos de la vida diaria.
“Sabíamos que sería un viaje largo y por muchos años”, confiesa este barramejo, quien reconoce que a su esposa le costó adaptarse mientras su hija es feliz, y ya habla inglés como si fuera una nativa americana.
El cambio entre estaciones es terrible y brusco. De hecho, afirma que este invierno, es el más frío en 10 años, ya ha rebasado los -35 grados. Y de igual manera el verano qué pasó, entre los meses de mayo y septiembre, fue el más caliente, el termómetro llegó a marcar los 35 grados.
“Te despiertas en verano con sol y de un momento a otro llega la oscuridad, brisas heladas, el invierno entra muy fuerte, es un cambio muy drástico, porque es un frío que te penetra los huesos, no es como Popayán o Bogotá, es un frío muy seco”, describe Daybor.
Este mes, además, empezó a ganar fuerza la oscuridad. Privarse del sol es algo muy común de este estado que limita al norte con el Ártico.
Muy distinto al verano, cuando el sol brilla al menos 23 horas al día.
Literalmente, “uno se levanta con sol y se acuesta con sol, hay que tener cortinas especiales para poder dormir”, explica.
Tres horas de sol al día
“Vamos a tener muy poca luz, tres horas como máximo”, sentencia este ingeniero de 49 años, quien confiesa que fue muy duro la primera vez que llegó, especialmente para una persona del trópico.
El frío, según él, termina siendo manejable porque las casas son construidas con calefacción, así como toda la infraestructura de la ciudad.
Él contempla la magia y la belleza de Alaska. “Acá ves todas las estaciones, claro está la más duradera que es el invierno, pero ves la primavera, el verano y el otoño al máximo esplendor. Es algo inexplicable. Ver cómo florecen las plantas, ver las frutas y después ver cómo todo cambia de color y de un momento a otro ya no hay nada, solo nieve. Yo vivo enamorado de Alaska”, asegura.
Hay una comunión y un respeto por la naturaleza. Los animales dominan el territorio. No es raro ver osos, alces, zorros o linces transitando por las vías a plena luz del día.
“Los animales tienen libertad total. Al salir a caminar trotar o bicicleta toca estar preparado”, cuenta Daybor, teniendo en cuenta que en Alaska ocurre el 90% de ataques de osos en este país.
Pese al invierno, la vida continúa. Centros comerciales, oficinas, escuelas y empresas trabajan normal, señala Daybor. Cuando cae nieve se cree que la gente se queda en casa, solo varían los horarios de verano y de invierno, a menos que haya nevadas que impidan la movilidad.
Hay pocos paisanos
Aunque la gente es amable, no es muy sociable como el latino. Hay respeto por la privacidad, la calidad de vida es única, respirar aire 100% puro no tiene precio, opina. Allí vive mucho americano blanco y nativo; así como migrantes de Alemania, Francia y Suiza donde el clima es similar.
“Tu educación y el respeto es valorado como en cualquier parte del mundo”, agrega Daybor, quien hasta ahora solo ha conocido a dos colombianos que vivan en Anchorage, ciudad con unos 300 mil habitantes.
La población latina residente en Alaska solo llega al 6,9%, según la Oficina del Censo de EE.UU.
No hay restaurante de comida colombiana. Daybor solo conoce uno de comida mexicana y dominicana. Pero no sufre por la comida, pues la prepara en casa.
A pesar del clima extremo, agradece que Alaska se haya convertido en su hogar y está convencido de que es un lugar ideal para empezar una nueva vida, una tierra para probar los límites en “la última frontera”.