Vasile Gorgos, un hombre de 63 años del pueblo de Bacău, Rumania, había sido ganadero desde su niñez. En 1991, un día como cualquier otro, salió de su casa para cumplir con su rutina. Ese día, sin embargo, Vasile no volvió. Recibió una llamada esa mañana invitándolo a cerrar un negocio en un pueblo cercano, algo común para él. Sin embargo, al salir, no se despidió con su habitual “volveré para la cena”, sino que simplemente dijo que no tardaría. Compró su boleto de tren para el trayecto Ploiești–Bacău, que conocía perfectamente, y no había nada en su comportamiento que sugiriera que aquel día sería diferente.
Cuando cayó la noche y Vasile no regresó, su familia empezó a preocuparse. Al día siguiente, esa preocupación se convirtió en angustia. Su esposa, su hija y los vecinos, acostumbrados a verlo regresar cada tarde, sabían que algo estaba mal. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y, eventualmente, en años. La casa que antes resonaba con la actividad de Vasile quedó en silencio.
A pesar de los esfuerzos por encontrarlo, todas las pistas se desvanecieron y los testimonios eran confusos. La búsqueda se detuvo con el tiempo, y su familia, desgastada por la incertidumbre y el dolor, tuvo que aceptar que Vasile Gorgos no volvería.
Sin embargo, la historia de su desaparición no terminó como se esperaba. Treinta años después, en una tranquila tarde de agosto, la misma puerta que Vasile había cruzado en 1991 se abrió de nuevo para recibir al hombre que todos creían perdido para siempre. La familia, atónita, rodeó a Vasile. Con lágrimas, su hija, ahora una mujer de mediana edad, apenas pudo hablar. “¿Dónde habías estado todo este tiempo?”, preguntó. Pero Vasile, con una voz serena pero distante, respondió: “En casa. Siempre estuve en casa”.
La familia lo llevó de inmediato al hospital para una revisión completa. Los médicos, sorprendidos por el caso, realizaron una serie de pruebas. Aunque su cuerpo estaba frágil debido a la edad, no mostraba signos de abuso ni malnutrición. Su salud era sorprendentemente buena, con algunos problemas neurológicos menores, pero nada extraordinario para alguien de su edad.
Lo más desconcertante fue su memoria. Vasile recordaba claramente a su familia, su hogar y el día en que partió en 1991, pero no tenía ningún recuerdo de los 30 años transcurridos. No podía recordar ni un solo detalle, nombre o lugar de lo que había sucedido durante ese tiempo.
Las semanas después de su regreso no trajeron la paz que su familia esperaba. En lugar de respuestas, se encontraron con una ola de especulaciones y rumores que solo aumentaron el misterio. La historia de su desaparición y su inexplicable reaparición capturó la atención más allá del pequeño pueblo de Bacău, y apareció en titulares nacionales e internacionales.
Un año después de su regreso, Vasile se fue a dormir temprano en una noche de otoño, mirando el boleto de tren que había llevado la última vez. A la mañana siguiente, su hija lo encontró en su cama, con una expresión de serenidad que no había visto desde su regreso. Vasile había fallecido durante la noche, en silencio, llevándose con él las respuestas sobre los 30 años desaparecidos.
El funeral de Vasile reunió a toda la comunidad. La iglesia estaba llena, y las miradas de los presentes reflejaban tanto respeto como dudas. Aunque el enigma de su desaparición y regreso quedó sin resolver, su muerte trajo consigo una extraña forma de alivio. La familia Gorgos, devastada por la pérdida, encontró en ese adiós un cierre tácito, aceptando que algunas preguntas tal vez nunca tendrían respuesta.
