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Crónica: La absurda idea de describir qué ocurre en el Paseo del Comercio de Bucaramanga

Este es un pequeñísimo relato de una minúscula parte de un gran icono urbanístico de Bucaramanga. ¿Se anima a caminarlo de la mano de este relato?

Caminar rápido es una recomendación. Las personas avanzan por la peatonal agitada por ese avispado motor del rebusque, plantado a la brava contra la bonita corriente de la formalidad financiera de la que hablan los noticieros económicos, pero que por aquí fue perenemente machucada.

Caminar rápido es una recomendación para todos los foráneos. A los lados de este camino asoman planchones de madera con toda clase de mercancía expuesta, colgada, adornada, promocionada en frases pulcras, ostentada, acostada en andenes, redimida en el que perece ser el último grito de la moda (patos pequeños que se sujetan al cabello) y desplegada en bultos medio organizados por cuadras asimétricas. Todos los productos se sostienen en andamios con soportes del hierro de vendedores, quienes desayunan, almuerzan y cenan con los $30.000 que les quedan de la jornada diaria.

Caminar rápido es una recomendación cuando la gente se amontona por el estrecho pasadizo, que no protege a los citadinos del bochorno que despide su piso rígido. Caminar rápido es una recomendación para evitar encallar en los peligrosos bancos de arena que organizan los carteristas. Ellos se agrupan de repente, según la estrategia que rige el hampa, siempre en movimiento en este peligroso centro de Bucaramanga. Bajo la consigna acomodada de que la vida no es sino una sucesión de oportunidades para sobrevivir, ellos atracan y estafan. Sombría y maltrecha instrucción.

Muy temprano en la mañana, las palomas se tomaron una vez más las barandas del puente peatonal sobre la carrera 15. Hicieron del metal su territorio para verlo todo con esos ojos demasiado pequeños para un cuerpo emplumado. Aves incapaces de quedarse inmóviles. Algo similar les sucede a los citadinos que recorren el Paseo del Comercio desde los años noventa. Para entonces, Bucaramanga era un poco más joven. Su construcción, por etapas, recordó la antigua Calle Real de una ciudad colonial de lámparas de aceite, clima más frío y dormidas puntuales a las ocho de la noche. Ciudad sin carros, pero inundada con la boñiga de caballos y mulas por todos lados.

Desde lo alto del puente, las palomas se lanzan en caída libre hasta planear y llegar al suelo cuarteado, que no son más que huesos de piedras cuadradas en una ruta que todos, alguna vez, tomamos. Otras se cuelgan entre las ramas de tres árboles, que sobreviven impávidos en una de las entradas del puente peatonal y que pocos miran. Pero la mayoría no se cansa de cagar los techos de los almacenes que bordean este canal de humanos, que casi siempre se mueve en expresos de un solo pasajero, congestionados por intentar llegar a tiempo a algún lugar. Zona para perder la calma, especialmente en los tumultos del mediodía o las fechas especiales comerciales. No falta en ese delirio colectivo uno que otro citadino al que no le asedia el tiempo. Afortunado él. Entonces a lo fantoche, camina a ritmo de turista. Pregunta por todo en cada negocio. Agobiados, los apresurados de atrás buscan la mejor forma de pasarlo de largo, maldiciendo su suerte.

Paseo sumario del comercio informal de Bucaramanga. Vía de todos, donde se hace carne uno que otro sueño de ese 44,2 % que representa la informalidad metropolitana, algo así como que de 100 empleos en Bucaramanga (según medición del Dane) 44 personas sobreviven de las ventas ambulantes o los servicios informales. Mal contados son 258.000 bumangueses, muchos de ellos, como los peces de ciudad de Joaquín Sabina, bucean a ras de este suelo marcado con líneas blancas para parquear a los vendedores, y líneas amarillas para orientar a los transeúntes sobre la dirección de sus pasos. Ellos se resisten a los días huérfanos de clientes. Algunos vociferan la mala racha de no tener el suficiente dinero para llevar a sus casas, donde embosca traicionera la alimaña de la pobreza con sus feos modales. Calvario citadino, dirá alguno que lanza un gritó:

– Bueno, me compran algo, o me voy de aquí…

El Paseo del Comercio se construyó por fases, recuerda el historiador y arquitecto Antonio José Díaz Ardila. La primera transitaba arriba de la carrera 15 hasta llegar a la carrera 19 y terminar en el Parque Santander. La otra llevó de la carrera 15 hasta la Plaza Luis Carlos Galán, escenario que tuvo que construirse en esos tiempos. En ese entonces se organizó una fundación financiada por los bancos que tenían su sede en la calle 35, cuya nomenclatura solo apareció después de los años cuarenta en Bucaramanga.

Ha de saberse que años atrás esta vía estaba poblada principalmente de casas de un único piso, poseedoras de grandes solares con árboles y materas con plantas de flores a todo gusto. Ellas fueron derrotadas décadas después por los exuberantes edificios y bodegas donde ya no pasan por sus tejados los gatos sin dueño de olvidadas noches.

Edificios se levantaron, como grises campanarios, resistentes a los fuertes oleajes de vientos y chaparrones. El Paseo del Comercio es un museo de bloques de concreto, con ascensores en sus interiores, ventanales de todos los tamaños y miradas inservibles al ladrillo. Claro, excepto la mañana del 14 de octubre de 2013. Todos levantaron la cabeza a las 10:15 a.m. para observar a dos obreros a punto de caer de una altura de 60 metros. Yamid Delgadillo y Miguel Ángel Pedraza pintaban la fachada de un edificio, ubicado en la calle 35 entre carreras 17 y 18, cuando de repente el andamio en el que estaban se desfondó. Terminaron colgados de cuerdas y rezos anónimos. Sufrieron el susto de sus vidas, hasta que finalmente fueron rescatados.

A veces le va mal al Paseo del Comercio y a ratos no tanto. Contra todo pronóstico los vendedores vienen en la mañana y se van en la noche. Rutina brumosa de la esencia de las ventas en la calle, donde son recordadas las corridas maltrechas de policías detrás de los vendedores informales. Años atrás ellos escapaban con sus cachivaches al hombro. Se escondían en las esquinas. Espiaban a los funcionarios cara dura que los perseguían para incautarles su ‘plante’. Día con sabor a vinagre, entre las heridas por los golpes con un bolillo.

Claro, todo este comercio deja consecuencias. Por las arrugas del Paseo del Comercio se cuela al mes una tonelada de desperdicios. Basura que es de todos, pero que nadie reclama. Los escobitas, como centinelas de un tren sin retrasos, limpian nocturnamente la vía. Al mismo tiempo una migración de recicladores busca lo útil en lo inútil de los otros. Costales de plásticos y papel salen de esta peatonal. Sin embargo, en las alcantarillas quedan atornillados toda clase de desperdicios. Muchos de ellos orgánicos, que le son heredados a esas legiones de cucarachas y ratas, que se asoman a deshoras por los sumideros.

Estas cuadras largas adquieren dimensiones distintas dependiendo de la hora en que se le camine. Por ejemplo, no son las siete de la mañana y un hombre acaba de dejar a quien seguramente es su novia, esposa o compañera sentimental. Ella parece trabajar en algún local de la zona y espera a que abran el almacén para iniciar su turno. Se dicen cosas, que a lo lejos es imposible entender. Se despiden con un beso. Uno largo, tierno, bonito talismán para la mala suerte laboral. No son los únicos. Debajo del puente peatonal ocre sobre la carrera 15 está otra pareja. A ellos los acompaña una niña de unos seis años de edad. El hombre, montado en una motocicleta, se dispone a marcharse. Ellas se quedan en una extensa pradera de medias y calzoncillos, que están de promoción. Es su negocio. La pequeña se despide diciendo adiós papá. Eso sí se entendió. Quién lo pudiera pensar, el crudo cemento tiene a ratos buenos modales. No es la única niña. A otros menores de edad se les ve haciendo tareas, durmiendo entre enredaderas de cajas, arrullados bajo el sonido de una calle que nunca se calla.

El comercio de camisas, medias, zapatos, comida y toda clase de chucherías se protege con sombrillas de colores. El Paseo del Comercio chapotea su destino con esos tonos alegres y manchados por el humo que expulsan carros y motos en la carrera 15. Las primeras gotas de quienes se pasan el día gritando que todo es más barato, que un número de la lotería lo sacará de pobre, y que usted se puede llevar cinco mangos dulces por dos mil pesos (toda una ganga) empiezan a caer. El diluvio de voces se precipita en la frontera de conseguir clientes.

También mojan las palabras que dicen ser santas. Con un parlante alguien recuerda el salmo donde naufragan los condenados que quieren su salvación. La redención divina no se esconde en el Paseo del Comercio. Pese al entusiasmo del pastor, pocos prestan atención al mensaje de Dios. Son escasos los que escuchan que el pecado nos condenará al infierno, según un pasaje de la Biblia que es inaudible a lo lejos. Se escucha que más pronto que tarde vendrá el Señor a pedirnos cuentas. Por eso debemos abandonar el delirio del pecado mezquino que envuelve a Bucaramanga. Debemos evitar la carne y sus jugosos placeres mundanos de esquinas y fachadas provocativas (dice el pastor). Todos hablan en el Paseo del Comercio. Nadie se escucha con la suficiente atención.

Este corazón de Bucaramanga colapsa los fines de semana de pago de quincena. Se camina más lento. Entonces el Paseo del Comercio es un enjambre de cabezas, que se mueven en todas las direcciones. Cada cual piensa en su pedazo de tierra. Incluso un alcalde propuso a los comerciantes arrendarles ese espacio público. Dependiendo de la porción de suelo para el comercio informal se podía pagarle a la Administración Municipal hasta 100 mil pesos. Por supuesto, tras debates acalorados, la idea nunca prosperó.

En la madrugada el Paseo está vacío. Descansa la pobre vía de sus horas más convulsionadas. Por entre los telones grises se acerca un habitante de calle. Busca cualquier cosa en las maltrechas canastas metálicas de basura.

En el Paseo de Comercio siempre hay bumangueses dispuestos a vender cualquier cosa, que sobreviven empapados a los aguaceros repentinos que espantan a los compradores. Entonces la vía se vuelve un mal trago, que se toma desvainando una fea mueca. Caminar rápido es una recomendación. Caminar rápido es un encargo para todos los foráneos. Caminar rápido es la única opción cuando la gente se amontona sin darse cuenta que a su lado pasa un periodista con la absurda idea de describir lo que les ocurre en el Paseo del Comercio de Bucaramanga.

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