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“¿Será que hoy sí me matan o me desaparecen..?”: la pesadilla de ser perseguido en Bucaramanga

Alfredo Porras Rueda debió salir del país dos veces, por amenazas. Primero se exilió en Chile, luego en Vancouver, Canadá, durante 20 años. La pesadilla de un sindicalista perseguido en Bucaramanga, exiliado, atormentado, adolorido.

El alma de Alfredo Porras Rueda pareciera recubierta con teflón, blindada contra la ausencia, el exilio, el dolor, la infame desaparición, la muerte de los suyos. Fuerte, incólume ¿de apariencia? ¡Hum!

Se mostró sereno frente a los despojos de la niña que extravió hace tres lustros, porque tuvo siempre la certeza de que Zaida Milena fue ejecutada y convertida en mártir por los mismos que lo han perseguido durante los últimos 50 años, de los 67 que tiene, por sus convicciones sobre la reivindicación de los derechos de los trabajadores, la clase obrera. Por su indeclinable actitud como sindicalista.

“¡Exigimos, exigimos, exigimos… el pueblo, unido, jamás será vencido!”

Quizá el sufrimiento es tal que ya no lo siente, se anestesió. Sólo él y Dios sabrán que pasó en su ser hace apenas unos días cuando por fin, después de 14 años de incesante búsqueda, el 19 de noviembre de 2024, le entregaron un catafalco de madera un poco más grande que una caja de zapatos, con los restos óseos de la segunda de sus hijos, en el atrio de la Catedral de la Sagrada Familia, en el corazón de Bucaramanga, la Ciudad Bonita de donde nunca debió partir. Jamás.

El dictamen de Medicina Legal que le entregó la Unidad Nacional de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, confirmó lo que científicamente ocurrió con su hija: un disparo a quemarropa, detrás de la nuca, con salida y estallido del hueso frontal del cráneo.

El cuerpo de Zaida fue hallado en el kilómetro 72 en la vía Pasto-Cali. Innominal, sin quien la llorara ahí, desconocida en aquel paraje.

Ella se había ido hacia la capital de Nariño para ‘poner tierra de por medio’, cuando su papá salió exiliado por primera vez hacia Chile.

Fue una decisión impulsada por la incertidumbre, porque Alfredo empezó a sentir -como todos en su casa- las fauces de un estado opresor justo el año más siniestro que ha tenido Colombia en las últimas seis décadas: 1998.

Ese mismo año, estando Alfredo en la tierra de los ‘weones’, los medios estallaron en titulares: El dictador Augusto Pinochet fue capturado el 16 de octubre cuando estaba de periplo por Londres, haciéndose efectiva una orden emitida por el Juez español, Baltazar Garzón.

A Pinochet la Policía internacional lo aprehendió para que respondiera por el asesinato de varios ciudadanos británicos bajo su dictadura. No por los de miles de australes desaparecidos por el régimen en las caravanas de la muerte.

En ese momento la vida le mostraba a Alfredo la crudeza de un estado persecutor, a él que iba huyendo de algunos agentes que hacían lo propio en el suyo.

Retornó, fue capturado, liberado y se fue otra vez

La vida se les fue convirtiendo a todos en un ‘queloide’, llenándoseles de cicatrices de tanto temor, desazón, sufrimiento, persecución, dolor de ausencia. Esa caparazón que ahora semeja a un acorazado se formó como un cayo espiritual, cuando Alfredo decidió entregarse a la defensa de los derechos sociales, humanos, civiles, laborales, cuando se volvió sindicalista consumado y convencido, tanto o más que Lech Walesa en Polonia, que los obreros de Filadelfia desde donde el mundo comenzó a escuchar por primera vez que una asociación de mecánicos se organizó para exigir mejores salarios, mejores condiciones de vida, derecho al trabajo.

El año más doloroso

Sí, era 1998. Ese año alias “El Cura Pérez” moría de viejo en alguna parte del nororiente de Colombia después de entregar su existencia al combate insurgente, como cabecilla del Ejército de Liberación Nacional, Eln, mientras la propagación de terror del grupo armado crecía y relevaba su ‘herencia sangrienta’ en Nicolás Rodríguez, Antonio García y otro séquito de rebeldes.

En agosto de 1998 un millar de alzados en armas de las Farc se tomó una base antinarcóticos de la Policía en Miraflores, Guaviare, llevándose secuestrados a 132 uniformados, asesinando a una cuarentena más después de 13 horas de fuego cruzado.

Luego, el 1 de noviembre de 1998, la guerrilla asaltaba en masa la capital del Vaupés, Mitú, y secuestraba a otras 61 personas.

El país convulsionaba, semejaba a un epiléptico que teme quedarse dormido porque de seguro despertará en el estertor de un ataque. Estaba sumido en el frenesí de una guerra sin cuartel. Las noticias hablaban de centenares de guerrilleros armados hasta los dientes arrasando poblaciones de manera despiadada, contagiando de esa paranoia dolorosa a los organismos de seguridad e inteligencia, que también creían ver en los sindicalistas de las ciudades, adversarios intelectuales dentro de la confrontación, el caos.

En esa otra ‘lucha’ librada en el asfalto, quienes se atrevieran a pensar diferente eran investigados, interceptados y arrestados, cuando no desaparecidos. Fue la época del credo en la boca para Alfredo, el año en que comenzó a preguntarse por su suerte antes de salir de su casa materna en el barrio Gaitán de Bucaramanga.

“Me allanaban la casa, me seguían, me vigilaban. Para entonces era sindicalista de Coca Cola, pero me señalaban de rebelde – estaba de regreso en el país- hasta que el 31 de diciembre de 2002 fui capturado en el Centro Comercial Acrópolis de la Ciudadela Real de Minas. Me mostraron como cabecilla del ELN, el cerebro terrorista, la mente de no sé cuántos crímenes que me achacaban”.

Delitos que fue desmontando, uno a uno, con pruebas, hasta que fue dejado en libertad de tanto defenderse, que no hallaran nada concreto. No bastó la absolución.

Entonces armó maletas otra vez y se fue, ahora sí por 20 años, a Vancouver, Canadá, donde dio cátedra sobre sindicalismo, derechos humanos, aprendió a echar pintura, a sobrevivir, mientras desde la distancia preguntaba por todos en Colombia, temiendo por ellos ya que él estaba lejos.

A 6.594 kilómetros del hogar sintió en soledad cómo se desmoronaba su núcleo: “murieron dos hermanos mayores, mi papá, mi mamá, desaparecieron a mi hija Zaida…

“Me atreví a venir dos veces. Viajé de Canadá a Pasto con todos los riesgos en 2014, para preguntar por ella, para pedir que la buscaran y un día, coincidió que la Unidad Nacional de Búsqueda de personas dadas por Desaparecidas, UNBPD intervendría el cementerio de Buga.

“Y en el 2020 me llamaron a decir que sí, que estaba enterrada allá”. Era ella. Luego vino el largo proceso de identificación plena y Alfredo regresó, por lo que quedaba de ella.

Aún con ese rosario de adversidades, piensa que “por la lucha social uno tiene que estar preparado, si cada circunstancia de estas va a servir para cambiar. Entregué a una mártir, pero mis principios no han cambiado”.

Todavía hace eco en su mente la azarosa pregunta antes de salir de casa: “¿será que hoy sí me matan… o me desaparecen?”

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