El sobre de manila bajo el brazo, sostenido entre el codo y las costillas. Hernando López llegó antes de las 9:00 en punto: los tenis Adidas limpios, el pantalón gris de pana bien planchado. Los dedos, inquietos, recorriendo el sobre una y otra vez. La mirada inquieta, imprecisa, que se pasea por la fachada azul y blanca de la cárcel. Porta una noticia que no quisiera dar, que le estremece. Dentro del sobre lleva la carta en la que su hijo renuncia a la vida, en la que pide la muerte, redactada hace apenas unas horas.
Con cuidado, como si se tratara de algo muy frágil, Hernando saca la carta, un documento de una página y un párrafo. Y entonces, fuera de la cárcel Bellavista, narra la historia de Sebastián, su hijo de 23 años que está preso y pidiendo que se le aplique la eutanasia. Ha venido como mensajero de un mensaje que no quiere dar, pero que se ha resignado a entregar.
La vida de Sebastián se torció el 10 de octubre de 2021. Para entonces estaba bajo arresto domiciliario por hurto. Desobedeciendo la medida, salió de su casa con un amigo. Se fue de fiesta, tomó licor y pastillas. A la 10:00 de la mañana, cuando él y su amigo iban en una moto, recibieron la señal de alto de dos agentes de policía. Sabiendo que estaba fugado, hizo caso omiso y entonces comenzó una persecución que terminó en una balacera.
Sebastián recibió tres disparos en la espalda. Entonces fue socorrido y llevado hasta la unidad intermedia de San Javier, donde le dijeron que había quedado inválido. Lo remitieron al Pablo Tobón, allí le hicieron la primera cirugía de las cuatro que lleva. Desde entonces, dice su padre, la vida se le ha venido a menos.
En la carta, que saca Hernando del sobre, Sebastián dice que se está “pudriendo en vida”. Relata que luego de la primera cirugía lo llevaron a la estación de policía de Belencito Corazón, donde pasó tres meses tendido en el suelo del baño, soportando que los demás reclusos pasaran por encima suyo para “hacer sus necesidades”. Fue entonces cuando comenzó a pudrirse: “Allí mi cuerpo se empezó a podrir dado el estado de estar en el suelo y en ese lugar”. Con las heridas infectadas, a Sebastián lo operaron la segunda vez y le realizaron una colostomía.
La narración continúa con el traslado a Bellavista, donde las condiciones mejoraron “un poco”. En el patio 12 del penal, sin embargo, cuenta que sus heridas se siguieron “pudriendo hasta llegar al hueso”. Entonces “los dolores se hicieron insoportables”. Aunque ha recibido atención médica, Sebastián siente que ya no tiene esperanza, que sus heridas lo seguirán atormentando.
En un tono ya de derrota, confiesa que ha cometido un error, que ha pagado el escarmiento por él y que no merece tanto sufrimiento. “Debido a esto pido me sea aplicada la eutanasia (…) Deseo la muerte. Pues muerto en vida ya estoy. Muchas gracias por la atención prestada”, concluye la misiva.
Además de la carta, que sostiene con los dedos inquietos, Hernando muestra unas fotos de las heridas de Sebastián. Es imposible verlas y no estremecerse. En una de las imágenes se ve al muchacho en una colchoneta, bocabajo, con las heridas abiertas causadas por las balas, que van desde el ano hasta la espalda. “Los demás reclusos le hacen bullying porque huele maluco, porque huele a carne podrida. No soporta los dolores y eso no es digno para ningún ser humano, sea cual sea el error que haya cometido”, dice el padre.
Con el sobre siempre bajo el brazo, Hernando entra al penal. En la ventanilla lo atiende un dragoneante afable, paciente, que llama a la dirección. “Estoy aquí para radicar la carta de mi hijo, que está enfermo y está pidiendo la eutanasia”, dice el padre, sin más. El dragoneante replica lo que Hernando ha dicho. Del otro lado del teléfono se le indica que vaya hasta otra ventanilla para que radique el documento. Así lo hace.
Con las manos vacías, pero con el deber cumplido, Hernando sale de Bellavista. Ahora debe volver al barrio 20 de julio, de la comuna 13, donde tiene un taller de muebles. En los tiempos más temidos de ese barrio, recuerda el padre, Sebastián tuvo el primer encuentro con la desgracia. Tenía 11 años y estaba en la calle, jugando, cuando una bala perdida le destrozó la mandíbula. Sin exculparlo, tratando de entenderlo, dice que eso fue lo que llevó a su hijo a las drogas y luego a los errores que cometió.
Desde El Colombiano tratamos de comunicarnos con la dirección de Bellavista para tener una respuesta oficial sobre la atención del recluso. Indicaron que la directora, Rosalba Valencia, está de vacaciones. Intentamos hablar con el encargado, Celino Rivera, pero no hubo respuesta.
La queja del padre es que en la cárcel no hay cómo darle una vida digna a Sebastián. Por eso, con el dolor que eso implica, se prestó para llevar la carta en que solicita lo que nunca habría deseado, lo que vagamente puede ser explicado con palabras.