Hace cerca de 500 años en las peñas del Cañón del Chicamocha, entre Aratoca y Pescadero, no se oía el rumiar de las cabras.
Ningún animal transitaba los desfiladeros de este agreste punto de la geografía de Santander y el paisaje no tenía ese elemento que ahora pareciera ser tan típico como la arepa de maíz pelao.
Los expertos estiman que este caprino llegó a Colombia en un viaje de Cristóbal Colón, pero de estas razas españolas ya no queda rastro.
En 22 municipios de Santander la cabra evolucionó genéticamente gracias a las peculiaridades de alimentación, relieve y sanidad de las vastas tierras de la región.
A pesar de encontrarse en zonas que rondan los 40 grados centígrados, la cabra santandereana se multiplica, tiene buena fertilidad y bajas tasas de mortalidad.
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“Son animales que se llevaron a la zona y se adaptaron perfectamente. De toda la conjugación de razas y paisajes, nació la única raza de cabra colombiana conocida, que es la cabra santandereana. Viven en verano constante, con solo piedras y cactus. Son un orgullo de Santander”, cuenta Martín Ariza, gerente de la Asociación de Capricultores de Santander, Caprisan.
No es para menos el título que le otorga Ariza al animal. Hace cinco años, el 30 de abril de 2017, se logró la certificación nacional de la cabra criolla santandereana como patrimonio genético de Colombia, dentro de la especie caprina, ante el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural.
En los estudios que se analizaron para que la cabra santandereana fuera la primera que se declarara como autóctona nacional, se incluyeron además tres características importantes: la gran productividad cárnica y reproductiva de la especie, así como su vital importancia para la seguridad alimentaria de zonas como Cepitá, Villanueva o Capitanejo.
“Es un renglón importante en la economía santandereana. Además, versátil. De él salen yogures, quesos madurados, chorizos, cueros y abono. La caprinaza (abono de la cabra) es importantísima en la actualidad porque es de los mejores que hay en su tipo, le brinda nutrientes a la planta y al suelo. Además, con el precio de los abonos químicos, se ha vuelto apetecido para agricultores y cafeteros”, comenta el líder gremial.
Parte del paisaje
Fructuoso Quiñónez Quiñónez, más conocido como Tocho, nació en Cepitá hace 51 años.
Recuerda con nostalgia las épocas en las que su papá lo despertaba cada ocho días a las 4:00 de la mañana para ir a recoger a las cabras.
“Él las criaba. Pero esta labor no es de estar entrándolas al aprisco. Se dejan deambular con las lomas, que sean libres, que recorran las montañas y encuentren nacimientos de agua. Entonces cada ocho días se recogían para llevarlos al corral a revisarlos y curarlos. Se volvían a soltar y ocho días después estábamos nosotros trepando las peñas, como ellas, para atraparlas”, recuerda.
Tocho, dueño de un restaurante típico que lleva su apodo, se acuerda también de las épocas en las que era niño y caminaba a la escuela. Veía cabras en todas las calles del pueblo. Sus dueños las amarraban cerca al parque o las dejaban caminar por el casco urbano.
“Ahora se ve muy poco. Se ven más en toda la vía desde Pescadero hasta Aratoca. Y esas son las mansas. Las que me tocaba recoger a mí eran salvajes. Ahora ‘briego’ para encontrar animal de la región, para el restaurante. Porque el atractivo no es solo ver las cabras, sino su carne. La gente viene al pueblo a bañarse en las piscinas naturales y disfrutar un cabro asado o cocido con pepitoria”, dice.
En preparar estos platos él es experto. Lo lleva haciendo desde hace cinco años. Y aunque sus hijas también saben, él es el encargado de hacerlo. También se encarga de contarle a su descendencia lo que aprendió con su papá y las historias de cómo correteaba a las cabras mientras estas corrían por la inmensidad del cañón.