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La peor noche de las mujeres trans de Bucaramanga

Esta es la historia de Diana Chinchilla, más conocida en Bucaramanga como ‘Madre Chinchilla’, activista y defensora de la comunidad de mujeres trans del centro de Bucaramanga. Su historia se repite una y otra vez en una ciudad que, muchas veces, es transfóbica.

Por: Juan Carlos Gutiérrez

-Hola Chinchilla, venga. Págueme este recibo de la luz…

Una expresión de miedo se dibuja en su rostro al escucharlo. Diana Chinchilla, en la puerta del local de pagos, se da la vuelta. Reconoce inmediatamente a quien le habla. Es un agente que pertenece al llamado F2, una unidad de policía judicial creada en 1949, muy polémica por las acciones de algunos de sus integrantes por fuera de la ley. Él se le acerca. En el mundo hampa, que rige a una Bucaramanga sometida a negocios de robos y tráfico de droga, lo conocen por sus nexos con el escuadrón de la muerte llamado ‘Mano Negra’, protagonista de uno de los capítulos más crueles de la violencia urbana no solo en Bucaramanga, sino en el país.

– Sí señor, yo se lo pago…

Le dice, mientras maldice su mala suerte por encontrarse con semejante personaje en la calle. Diana, fiel a su carácter recio, no iba intimidarse. No. Su temperamento, forjado a golpes e insultos en las calles desde muy pequeña, la lleva a enfrentarse a quién sea. Ella ingresa al local. Hace la fila. No solo paga su factura de servicio público, sino la de aquel hombre que la aguarda en la calle.

Entretanto, un viento alborotado de junio sopla por las calles del centro de Bucaramanga. Sus ráfagas intermitentes sacuden las hojas del periódico de ese día, acostumbradas a estar colgadas en las casetas de venta de cigarrillos y revistas a lo largo de la carrera 15, donde algunos transeúntes parecen alargar sus cuellos para leer mejor los titulares de sangre que se publican en la página judicial.

Es junio de 1986. Dos noticias aceleran a Bucaramanga. Toda la ciudad habla de lo que será la llegada del papa Juan Pablo II el domingo 6 de julio. Cada feligrés busca la forma de conseguir un puesto para la misa que se hará en la Ciudadela Real de Minas. La otra noticia genera espanto. Casi a diario aparecen cadáveres, algunos con horrorosas señales de tortura, en el sector de La Cemento, al norte de la ciudad. Ya suman una decena. Cada esquina de este lugar parece convertirse en una tumba sin nombre. Una angustia pedregosa se apodera de una feligresía espantada que pública en los periódicos la siguiente suplica: “Pedimos que pare la matanza en Bucaramanga, ya que cuando llegue el Sumo Pontífice, la ciudad no obtendrá su bendición, sino la declaratoria de campo santo…”.

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Unos días atrás, el martes 3 de junio, fueron asesinados tres jóvenes en el barrio La Cumbre. Toda la ciudad habla del crimen. Los cuerpos registran impactos de bala en la cabeza. La página judicial del periódico publica que se trataba de jóvenes que formaban parte de una banda denominada ‘Los Parches’, que mantenía sumido en el terror un gran sector del sur de la ciudad. “En uno de los cuerpos, que correspondía a una persona de 17 años de edad, se le encontró en la pretina de su pantalón un cuchillo…”.

Diana sale al fin del local. Con desconfianza le entrega el recibo al hombre. Él nota la expresión.

– A mí no me tenga miedo Chinchilla. – Le responde.

Diana tiene argumentos para temerle. A ella los mismos delincuentes le enseñaron a desconfiar. Ella sabe identificar la sangre fría, que solo corre por los asesinos más despiadados de Bucaramanga.

– Tranquila. Yo no la voy a matar. Yo la llevo en la buena Chinchilla…

No es posible que le crea. Pero aun así, asiente la afirmación. Sabe que es probable que termine muerta en una esquina. Lleva ya una entrada a la cárcel Modelo de Bucaramanga por vender marihuana, aunque ella denuncia, en su defensa, que policías corruptos, solo por sacarla de la carrera 15, aumentaron sin razón la marihuana que le incautaron. No era una gran cantidad. A Diana la quieren matar por ser una mujer transgénero. Por prostituir su cuerpo en las calles del centro. La ‘Mano Negra’ puso una lápida contra ellas. No es una amenaza. Se trata de una sentencia. Entre las primeras asesinadas están María y Zenaida. Sus cadáveres aparecen amarrados y con más de 20 impactos de bala el miércoles 25 de junio.

Todas las mujeres trans tienen miedo. Pero no renuncian a lo único que consideran su forma legítima de ganarse la vida. Buscar clientes. Ellas admiten que responde con violencia a lo que consideran las agresiones transfóbicas de una sociedad mojigata. Siguen las reglas de la calle con el ímpetu que la juventud enciende y el vehemente abandono de una sociedad que las quiere ocultar. Justifican sus robos a los clientes. La sociedad, por su parte, las señala con severidad. En la nota de prensa que reporta el asesinato de María y Zenaida se escribe:

“Los homosexuales, esas criaturas pervertidas, que aprovechan sus disfraces y facciones femeninas para cometer delitos y estafar a incautos durante las horas de las noches en el lúgubre sector de la 15, habían cometido toda clase de desafueros sin que nadie se fijara en ellos. No se sabe qué ocurrió, pero de pronto, ellos han comenzado a temer por su vida, y ahora temen salir en las noches para sus andanzas…”.

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– Yo la llevo en la buena Chinchilla. – Le aclara el sujeto a Diana. – Pero con los otros, cuidado, no piensan como yo. Nunca se deje subir a un jeep, porque la llevan para La Cemento…

Los días posteriores Diana lucha por racionalizar la nerviosidad que la dominaba ante la evidente notificación. No tiene más opción. Debe salir a la calle todos los días. En las noticias siguen los reportes de la violencia contra sectores que la sociedad estigmatiza. Caen muertos recicladores, habitantes de calle, comunidad Lgbti+, personas que ejercen la prostitución, e inocentes. Muchas de las víctimas de la ‘Mano Negra’ fueron inocentes, asesinados por su forma de pensar diferente o porque estaban en el lugar equivocado, en la hora equivocada.

Hace unas semanas se conoce de otras dos mujeres trans asesinadas. Provenían de Cúcuta. Llevaban poco tiempo en la ciudad. “Eran sanas”, dice alguien que reconoce sus cadáveres. Sus cuerpos fueron hallados con señales de tortura. Impresiona que alguien vertiera ácido en sus genitales estando vivas.

Las siguientes noches fueron algo tranquilas para Diana, que no mira la muerte con la indiferencia que tendría un sepulturero. Ella la espera con horror. Lo sigue haciendo después de tantos años. No quiere morir. Ese día llega a su calle pasadas las seis dela tarde. Se ubica en la carrera 15 con calle 31. Buscaba sus habituales clientes. Camina cerca al ‘Maxi’, una gran lonchería que permanece abierta hasta la medianoche. Anda en sus cuentos. Tres horas después escucha que la llaman. Está de espaldas. Gira. Reconoce el rostro. Un sicario de la ‘Mano Negra’ le apunta. No puede huir. No tiene tiempo. Los horrores anticipados de los muertos que leyó en las noticias la llaman. Es su turno. Reconoce el cañón del revólver. Lo mira de frente. El corazón late rápido. Ve el primer fogonazo. Inmediatamente siente cómo el proyectil le rompe el pecho. Se escuchan más disparos. Gente grita. Los impactos de bala fueron a quemarropa.

Tiene cuatro heridas en el tórax. Una más en una pierna. Sangra en abundancia. Su rostro joven adquiere una palidez cadavérica. Se queja de dolor tirada en su calle. Tardan minutos en subirla a una patrulla de la Policía. En esos tiempos no importaba, recuerda Diana, era mejor levantar un cadáver, que complicarse con un herido. Finalmente arranca la patrulla.

– No me llevaron inmediatamente al Hospital Ramón González Valencia (hoy Hospital Universitario de Santander). Ellos dieron vueltas por calles. Creo que estaban esperando que me muriera, pero alabado sea Dios, no me morí. Los tiros no fueron graves. Estando tirada en la patrulla no aguanté más y les grité a los policías desangrándome: “Triple hijodep… me va a dejar morir”…

Pasan las semanas. Diana sale del hospital. Sobrevive. No ha cumplido los 30 años y la domina un miedo indefinido. Una amenaza lúgubre que se disfraza de cualquier persona desconocida que se le acerca. Se sabe muerta. No paran las noticias de más cadáveres en ‘La Cemento’. Ese miedo es pegajoso. Es una esclava del terror que le produce volver a encontrarse con un sicario. Sumergida ensu cotidianidad, lo vuelve a ver. Ocurre al poco tiempo de abandonar el hospital. Eran las tres de la tarde. Iba de regreso al lugar donde duerme en el barrio Girardot.

– Vi a dos hombre sentados en un escaño. Tenían una actitud sospechosa. Me dije, si me devuelvo dirán que soy una cobarde. No soy cobarde. Seguí caminando…

Un minuto después Diana Chinchilla agonizaba nuevamente en el piso con cinco tiros en el cuerpo. Mientras llega la patrulla piensa si tendrá la suerte del primer atentado que sufrió.

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Una niña a la calle…

Deciden llevar a Diana Chinchilla a ver a su mamá, Teresa. Diana tiene seis años de edad. Tres meses atrás, vio cómo a Teresa la sacaban de urgencia de su casa, ubicada en el barrio Girardot, en medio de uno de esos ataques de nervios, que su madre padecía con dolor. A su padre no lo conoce. Cuando entra al cuarto del Hospital Psiquiátrico San Camilo, ve a su mamá con los ojos abiertos. En la cama, Teresa está inmóvil arropaba por sábanas blancas. Su instinto fue acercarse, y mientras una nube de confusión la envuelve, con sus manos le baja los parpados. Ella piensa que así, tal vez, pueda dormir mejor. Esa imagen, ese fragmento de la historia entre Teresa y Diana, años más tarde, en los silencios francos que regala la vida en soledad, Diana lo recordará con nostalgia.

En ese justo instante cuando le tratan de explicar que se llevarán el cadáver de Teresa, empieza a morir la inocencia de Diana. Su madre fallece luego de una prolongada agonía. Minutos después Diana no saldría solo de ese hospital. De alguna forma una horrenda fatalidad decide acompañarla por buena parte de sus días.

Cuatro años después otra noticia estremece a Diana. Es 1967. Su abuela Julia muere. Ella asumió las labores de cuidado, consejo y cariño de Diana. La vida nuevamente la golpea, quien para entonces busca encontrar un sentido a su vida ante los cambios que descubre. Si la pudieran verla llorando desconsolada. Es una niña confundida, que se siente muy sola en el mundo.

-Vivía con mis tíos. Ellos eran machistas. No entendían cómo es, cómo piensa, qué hace una persona trans. No sabían nada de eso. Ellos pensaban que uno hacía las cosas (de una persona trans) porque uno quería hacerlas de maldad. Como si ser una misma, fuera una maldad. Me pegaban. Me ultrajaban. Entonces, cogí la calle. Me fui de la casa a los nueve años. Me fui porque no sentí que nadie me quisiera. Me fui y me sentí mejor.

Diana sale del barrio Girardot y termina en ‘La Cuarta’, la entonces zona de tolerancia de Bucaramanga, dominada por antros de ‘mala muerte’, consumo de drogas y prostíbulos engañosos para alguien inexperto en la calle. Mujeres trans acogen a Diana. La protegen. Años atrás en estas calles quedaban los mejores centros nocturnos para bailar salsa de la ciudad. Pero llegaron los burdeles, los atracos, el hampa hizo sus dominios. Bajo la luz de miserables bombillas rojas, todo se degeneró. En medio de tanta miseria Diana encuentra lo que define por un tiempo como un “hogar”. En el peor lugar de la ciudad. Donde todo se desgarra, ella está tranquila.

– Yo estaba muy ‘chinita’. Conocí una mujer trans. Ella fue la que me orientó. Se llamaba Lucero. Ella me enseñó a vivir en la calle. Me protegía de la Policía…

Unas noches se queda a dormir en una casa, en las siguientes madrugadas se duerme en otra. Es un bautismo nómada. Así se sumerge en ese mundo noctambulo, donde cada día se aprende algo, no necesariamente bueno ante los ojos de la sociedad. Asimila las reglas para sobrevivir en las calles, donde nunca se perdona la ingenuidad. Soporta el olor agrio de los clientes molestos. Al cumplir los 14 años, busca independizarse. Ya tiene el dinero para alquilar una pieza. Vuelve a su barrio, el Girardot.

Diana afirma que nunca se inclinó por el consumo de drogas. Aclara que nunca ha probado la cocaína. Entre otras cosas, porque las mujeres trans de esa época, a diferencia de las actuales que están en la calles de Bucaramanga, no eran drogadictas. Reconoce que se equivocó al tomar la decisión de vender marihuana. Dice que le pareció fácil, que ganaba dinero y claro, llegó la cárcel. Habla de su inexperiencia, de su juventud y de cómo, a lo largo de su vida, ha pagado por esos errores.

– Vendía marihuana. Solo recibí maltratos de la Policía. Acepto hoy con justificación todo lo que me pasó en la vida por cometer ese error. Agradezco a la vida todas las enseñanzas. Pagué lo que tenía que pagar y ahora, con 65 años, dejé hace mucho tiempo esos malos caminos…

La última entrada a la cárcel de Diana ocurrió bordeando los 45 años. Le encontraron 2,5 kilos de marihuana. Un juez la condena a una década en prisión, pero solo estuvo siete años por buena conducta y estudio. En medio de la comunidad carcelaria, en esa cultura tan fuerte de ‘la cana’, Diana brilla por su liderazgo, por preocuparse por su comunidad, por tratar de resolver de forma pacífica los conflictos. Por mejorar la convivencia.

Madre Chinchilla

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La ‘Madre Diana Chinchilla’ regresa a su silla de plástico. Es junio de 2023, han pasado ya 37 años de ese junio aturdido de 1986 en la carrera 15 con calle 31. Es otra mujer. Desde hace un tiempo sobrevive como comerciante informal en el centro de Bucaramanga. Este lunes es una mañana limpia de nubes, y el sol golpea con fuerza a los transeúntes, que mayormente la ignoran. Está acostumbrada. Diana revisa su teléfono celular. La calle cuenta su monótono bullicio, donde las horas e incluso los días son largas telarañas, que para nada se sobresaltan en esa aburrida espera de clientes para sus tapabocas, manualidades, pulseras, alcancías, entre otros elementos.

Después de vivir 20 años en Bogotá, Diana Chinchilla regresó a Bucaramanga. Trabaja en una peluquería, pero luego se decidió por el comercio informal. Está lejos de la droga y la prostitución. Con las ventas informales consigue el dinero para hacer malabares a sus necesidades básicas. Busca ahora la paz que dan los años lejos de las noches violentas bumanguesas, muy distintas al ritmo de los años setenta y ochenta. Es difícil sobrevivir, confiesa, más con la reciente pandemia. La informalidad que reúne a cerca de 1.500 personas en el comercio de las calles, los lleva muchas veces a apretar los dientes cuando se busca al tendero para que dé fiado algo para el próximo desayuno.

– Soy de las pocas mujeres trans de esa época que está viva…

A veces recibe una llamada, proviene de algunas de las 40 mujeres trans que recorren las calles del centro de Bucaramanga. Ellas la hicieron su mamá, como le sucedió a Diana años atrás.

– Madre, venga…

– ¿Qué pasó?

– Se metieron conmigo. Me voy a desquitar…

– No, espéreme…

Ella le replica que se tranquilice. Desde hace varios años, la ‘Madre Chinchilla’, por su carácter frentero, rebelde contra las transfobia, se ha encargado de divulgar las leyes que defienden los derechos de la comunidad Lgbt+, por ejemplo, las personas trans son vulnerables a las violaciones de los derechos humanos cuando los datos de su nombre y sexo que figuran en los documentos oficiales no coinciden con su identidad o expresión de género, especialmente cuando son abordadas por el aparato estatal de justicia.

– Empecé a protegerlas, a orientarlas y a aconsejaras. Entre ellas hay mujeres trans que son violentas con otras. Quieren resolver los problemas a cuchillo. Trato de intervenir para resolver esos conflictos. Ellas comenzaron a verme como una madre.

Su palabra se respeta. Sus consejos se escuchan, incluso con las más beligerantes. El sentido común es un arma para evitar tragedias. Admite también que la mayoría de mujeres tras del centro de la ciudad registra serios problemas con el consumo de drogas, el alcohol y varias son reiterativas en acusaciones por robo. No obstante, afirma que estas mismas mujeres trans carecen de apoyo para tratar sus adicciones, lo mismo que oportunidades para escolarizarse o trabajar. En una ciudad con alto activismo digital y no tanto en la calle, cuando una mujer trans tiene dificultades, quien las acompaña y asesora es Diana, con el apoyo de Diego Ruiz, director de la Corporación Conpazes. Pocas veces aparece alguien más.

– Siempre nos van a juzgar como personas agresivas, como malas personas, pero nunca nos han mirado a fondo. Nunca hemos tenido oportunidades. Es un círculo vicioso. La calle las incita al vicio y la violencia, pero ellas no pueden salir de allí. No tienen oportunidades y en algunos casos terminan muertas.

La ‘madre Chinchilla’ recuerda entonces a Gina Mar Cobos, quien recibió tres puñaladas a la 1:30 de la mañana del viernes 11 de diciembre de 2015, en la calle 33 con carrera 20 del barrio Antonia Santos. Ella murió en la sala de urgencias del Hospital Universitario de Santander. Un hombre llegó en una motocicleta y le propinó una puñalada en el pecho, otra el cuello y una más en la cabeza.

Gina Mar vivió con la ‘madre Chinchilla’ en una casa humilde que tiene en un barrio al occidente de Bucaramanga. En los últimos años, Diana ha dado techo a varias mujeres trans, que como ella alguna vez terminó buscando un hogar en Bucaramanga.

Muchos de los secretos de tantos años en la calle, Diana Chinchilla, la madre, prefiere guardarlos. Ha cambiado radical y deliberadamente el rumbo de su vida. Quizás no haya salvado el mundo entero, pero trabaja por mejorar la vida de su comunidad. Y eso es suficiente para muchas mujeres trans que se sienten abandonadas. Estigmatizadas. Además, sigue contando con esa buena suerte. Esa misma, que una tarde en el barrio Girardot, antes de huir a Bogotá, le salvó. Ninguno de los disparos que recibió en el segundo atentado fue mortal, pero sí dejaron sus más oscuras secuelas.

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