En las casas de todos nuestros abuelos y bisabuelos, aquellos hogares donde las paredes de bahareque parecían guardar las voces de las generaciones, había unos singulares calendarios que siempre encontraban su lugar. Ellos pasaban de las cabañuelas a los mismísimos santos. ¡Hablamos de la eterna vigencia de los almanaques!
Uno de ellos, tal vez el más icónico, es el de La Cabaña. Era y aún es sencillo, bicolor y discreto; no obstante, su presencia es innegable. Allí estaba, pegado con la tradicional goma de almidón detrás de las puertas. No se trata de un simple pedazo de papel; es un compañero, un oráculo campesino, y hasta una suerte de bautizador involuntario.
¡Cuántos padres no llevan con orgullo nombres como Anastasio, Ponciano, Cipriano y hasta mi nombre, Euclides Kilô! Elegidos por los abuelos al escudriñar sus páginas y encontrarse con esos nombres, llenos de historia, más allá de que no sean tan ‘bonitos’.
Y cuántas familias del sector rural se guiaron, y aún confían, en las predicciones de las cabañuelas que cada año advierten sobre las lluvias, los soles inclementes o las fases de la luna que dictan el tiempo perfecto para sembrar. Porque el Almanaque no es solo información; es sabiduría milenaria, un consejo silencioso que llega cada enero para acompañar a los labriegos en su diálogo con la tierra.
¡Cómo olvidar aquellos comienzos de año, cuando el Almanaque de La Cabaña llegaba puntual, como un viejo amigo! Siempre ha editado en un doble página de papel periódico, de color sepia. Su valor no estaba en el papel, sino en el tiempo que encerraba. Hoy, en su edición 114, sigue firme, desafiando a la modernidad, a las aplicaciones del celular y a los pronósticos inexactos del Ideam. ¿Quién puede culpar a los labriegos por consultarlo, si este pequeño pedazo de historia a menudo sabe más que los satélites y las redes sociales?
Icónico calendario, el cual aún se vende en las calles de Bucaramanga.
Pero ese almanaque no está solo. En las calles de Bucaramanga, aún se respira la memoria en papel con otros calendarios míticos, como el Piel Roja. Él también ha resistido el paso de casi un siglo con la mayor dignidad. Surgido en 1934 para acompañar a las mujeres y promocionar los cigarrillos de la época, su portada sigue fiel al rostro del indio de vistoso penacho, un símbolo que ideó el caricaturista Ricardo Rendón y que, aún hoy, se asoma desde los puestos callejeros. Aunque el tiempo ha transformado sus imágenes, su esencia sigue intacta: días desprendibles, precio cómodo y un estilo que no necesita cambiar para permanecer.
Almanaques del ayer en Bucaramanga
Y luego está él, el patriarca de todos: el Almanaque Bristol. Con sus orígenes en 1832, este pequeño folleto nació para promocionar jabones y perfumes, pero se convirtió en un compendio indispensable de fechas, lunas y conocimientos. En las casas de nuestros antepasados era común verlo colgado cerca de la cama, amarrado con una piola, listo para ser consultado en cualquier momento de la madrugada. ¡Cómo no evocar la imagen de las manos callosas de los mayores, pasando sus páginas con cuidado, buscando en él las respuestas que solo el tiempo y la experiencia saben dar!
Estos almanaques no son solo impresiones; son patrimonios silenciosos, testigos de vidas sencillas, pero llenas de sabiduría. Mientras la tecnología, con el smartphone último modelo avanza a pasos agigantados y los jóvenes parecen perderse entre pantallas, estos pequeños compañeros de papel siguen allí, recordándonos que la tradición no es nostalgia, sino raíz. Porque en cada almanaque late el pulso de un labriego o ciudadano que respeta la luna, las estaciones y la memoria de los que vinieron antes.Almanaques de hoy
Aún hoy, cuando alguien lo abre y recorre sus páginas, no solo consulta fechas o predicciones: toca un pedazo de historia viva, un hilo invisible que une a los abuelos con los nietos, a la tierra con el cielo, y al pasado con el presente. ¡Y aquí siguen los almanaques de ayer y hoy: más certeros que el clima y más antiguos que el mismísimo Google!