A simple vista, San Vicente no tiene nada peculiar. Se trata del típico barrio de clase trabajadora a las afueras de un pueblo antioqueño: construido en una ladera, calles estrechas y fachadas de colores. Sin embargo, tiene dos rasgos singulares.
Fue el escenario de inspiración de la canción más importante del repertorio de Darío Gómez Zapata, aquella que suena en las cantinas, en las fiestas una vez se pasan ciertos límites de licor, en los entierros: Nadie es eterno en el mundo. Y sus habitantes viven, sueñan, caminan, ven el paso del tiempo en un terreno que hasta hace cincuenta años recibió a los muertos de San Jerónimo, el pueblo natal del Rey del despecho.
En poco más de un minuto, Darío relató la anécdota en el programa de televisión Yo, José Gabriel. Una visita al antiguo camposanto de San Jerónimo, convertido por disposición del párroco del pueblo en un conjunto de casas pequeñas fue una descarga eléctrica al corazón, una epifanía.
“Vea en lo que queda uno, vea en lo que queda todo…”, le dijo Darío a Luis Ernesto Gallego. Ver cruces arrumadas, bóvedas rotas y la vida abriéndose paso –indiferente– en medio de las ruinas fue una bofetada.
El tema —grabado en 1989 y parte del disco Nuestro ídolo— pronto escaló las listas radiales. La letra —simple, maravillosa— ha superado la prueba de fuego de asumir distintos sonidos para conectar con los públicos. Fue cantada en ritmo de salsa por Tito Rojas, tuvo el brillo de las trompetas mexicanas de Antonio Aguilar, la cadencia de bolero en la voz de Tito Cortés y la fuerza punk en la versión de I.R.A. Nunca desentonó.
Junto a la trilogía del Arruinado, de Gildardo Montoya, Nadie es eterno en el mundo es un punto alto en la música antioqueña del siglo XX.
Nadie es eterno en el mundo es un memento mori: una pieza de arte que se encarga de recordar la pequeñez de la vida. Los versos no esconden la intención aguafiestas, una campana lúgubre tañida en los jolgorios y las parrandas. Comienza con una verdad de a puño: nadie ni nada puede escapársele a la guadaña. Luego, en dos líneas, convierte a los oyentes en cómplices de un testamento: “Cuando ustedes me estén despidiendo/con el último adiós de este mundo/no me lloren que nadie es eterno/nadie vuelve del sueño profundo”. El llanto frente a lo inevitable, a aquello que no está en nuestras manos modificar, resulta además de innecesario, torpe. Toda la letra respira una serenidad que no se suele asociar con la música de Darío Gómez. Un tono casi estoico.
Los habitantes longevos de San Jerónimo recitan de memoria una estrofa de Juan de Dios Elorza, antaño puesta en la parte superior de la puerta de metal del cementerio viejo. “Cual relámpago fugaz/ hemos pasado por el mar proceloso de la vida/ y en este profundo sueño del arcángel/ esperamos la venida”. Hay similitudes de forma y fondo con la canción de Darío. El tópico de considerar la muerte un sueño profundo está presente en los dos textos. Sin embargo, en la obra de Elorza el sueño es el paso hacia la resurrección de los cristianos. En la de Darío, por el contrario, hay realismo: nadie vuelve de él. La muerte no tiene vuelta de página.
Distante de Medellín por 55 kilómetros, San Jerónimo ha sido cuna de varios personajes históricos, entre ellos Atanasio Girardot y Marcel Rodríguez Fuentes. También fue la aldea natal de Blanca Inés Macías, una de las pioneras del toreo en Colombia. El pueblo es una antología de anécdotas, un cúmulo de apodos y de minucias que da sustancia a la cotidianidad. La historia local es el cruce de los documentos de la única notaría y los relatos orales de los mayores.
Desde hace siete años, el Centro Municipal de Historia —presidido por Silvia Carmen Pérez e Irma Amparo Rojas— se ha dedicado a juntar las piezas del rompecabezas del pasado. De los bolsillos de sus miembros salen los dineros para financiar las actividades culturales y pedagógicas. En una de las más recientes les tributaron un homenaje a Darío Gómez y a Blanca Inés Macías. Tal vez fue el último recibido en vida por el músico: la realizaron el 20 de febrero. Darío llegó en compañía de sus sobrinas y departió lejos del micrófono con la reducida audiencia.
En la charla con Silvia e Irma sobre el cementerio que inspiró a Darío Gómez, del que hizo alusión en la entrevista televisiva, el nombre del compositor se diluye mientras el del padre Medardo Restrepo adquiere consistencia. El presbítero tomó la decisión de entregarles a los pobres los lotes de la necrópolis: lo hizo en un principio para remediar las penurias de mujeres con larga prole. De la casa de Irma —de amplio patio, piscina y llena de luz— vamos a la vivienda de la primera habitante de Quimbayito —el nombre por el que la gente conoce el sector del cementerio transformado en barrio—: Lucía Saldarriaga. En una sala llena de estampas religiosas y fotos descoloridas de la parentela, la fundadora rememora entre lágrimas y carcajadas la labor de emplear los escombros de las bóvedas para construir una casa que diera abrigo a sus hijos. Tomó los ladrillos y las tejas del pabellón de los niños muertos y levantó con ellos paredes y el techo.
En los documentos se menciona que el cementerio funcionó hasta 1978, pero el año que Lucía recuerda es diferente: dice que la mudanza se dio entre 1970 o 1971. Hitos aparte, a los tres meses de vivir entre muertos aconsejó a María Dioselina Velásquez ir al despacho cural en procura de la generosidad del padre Restrepo. María llegó con sus siete hijos y construyó la segunda casa a pocos metros de la de Lucía. Fueron las primeras pobladoras del barrio San Vicente, nombrado así en memoria del santo francés y de la junta constituida por la parroquia para reglamentar la entrega de los lotes.
Ante las peticiones de los pobres de San Jerónimo, el párroco convocó a un grupo de docentes y comerciantes para darle orden a la lenta transformación del cementerio. En el patio de su casa, la maestra Luz Elvia Bedoya rememora las reuniones —realizadas los martes a las ocho de la noche—y los requisitos para recibir el beneplácito: ser oriundos del municipio, no tener propiedades. La junta recibía cartas y examinaba el perfil de los postulados. También exigía que el desmonte del terreno y la puesta de los adobes empezaran pronto, tres meses era el plazo.
En el antejardín de su vivienda, Gustavo Alonso Agudelo recuerda el cuarto requisito: si una pareja quería vivir en San Vicente debía estar casada por la iglesia. Algunas contrajeron a prisa matrimonio para no quedarse sin un trozo de tierra. La imagen debió ser dantesca: mientras unos se ocupaban en las faenas de adecuar el terreno, erigir columnas y arreglar el techo, otros hundían la pala en busca de los huesos de sus familiares. Los restos fueron depositados en el cementerio nuevo. Con algunos no se hizo: o estaban muy profundos o no había más que hilachas de ropa. Ese fue el caso del abuelo de Irma Amparo Rojas: víctima de la tisis, Alfredo Piedrahita quedó en lo hondo. El consuelo de la familia Rojas Piedrahita es conocer la ubicación exacta de la tumba: sobre ella se levantó un monumento a la Virgen.
Con el tiempo llegaron los servicios públicos. Unos pocos vendieron los lotes, la mayoría se aferró a la propiedad. A finales de los noventa, la diócesis de Santa Rosa de Osos autorizó la entrega de escrituras a los habitantes de San Vicente, hasta entonces protegidos por un pacto de palabra con el padre Restrepo.
Ese fue el barrio al que Darío Gómez llegó, esas casas construidas por la necesidad fueron las que le dieron el aliento para escribir Nadie es eterno en el mundo. La historia de una canción tiene de telón de fondo la pobreza y el trabajo de labriegos nacidos cerca de la vereda Los Cedros, lugar de procedencia del artista.