Cuando Óscar Becerra descendió del carro percibió inmediatamente ese olor a carne humana carbonizada atropellándolo de frente. Levantó la mirada y reconoció el lugar como un botadero de basura en medio de maleza revuelta, agarrada a una curva de la polvorienta carretera, que lleva de la vereda La Calera por 40 minutos al municipio de Rionegro, Santander. Pasaban las seis de la mañana. El humo que desprendió del cadáver, con sus brasas pastoreando todavía, llevaba horas trepándose por el aire de la vereda. Lo impregnó todo. Fijando en quienes pasaban por este lugar una imagen macabra difícil de olvidar.
El investigador Óscar Becerra, viejo lobo de mares de sangre de la criminalidad local, afinó su mirada. No era su primera escena de muerte. En sus años como investigador de la Sijín de Santander ya estaba sumergido en más de 3.500 reportes de inspecciones forenses, con escritos sobre envenados, mutilados, ladrones, extorsionistas, asesinos y sicópatas. Sacó su cámara fotográfica y registró todo. Siempre repetía, dicen quienes lo conocen, que esas imágenes deberían ser los ojos del fiscal y el juez. Fue así que se percató, aunque el fuego lo devoró todo, que quedaban unos hilos de una cobija quemada, e intuyó que el crimen no ocurrió en ese lugar.
Halló, además, un zapato de hombre y sobre el regazo del cadáver una hebilla, que correspondería a una correa. Al mover el cuerpo, comprobó que no paraba de arder. Aparecieron unas monedas, un llavero y una medalla de la Virgen María. Becerra calculó que a eso de las 2:30 a.m. debieron abandonar el cuerpo, para luego quemarlo con gasolina.
Becerra detectó también que el cadáver tenía numerosas heridas abiertas de arma blanca en el tórax y los brazos. El asesino actuó con una sevicia extrema, pensó. Le llamó la atención que el cuerpo carecía de algunas falanges. Las partes de los dedos aparecieron cerca al cuerpo. Se sabrá después que el homicida, seguidor del programa de televisión CSI, lo hizo para ocultar sus móviles, como lo mostraba esta serie de televisión, que relata cómo investigadores forenses resuelven crímenes en laboratorios de criminalística.
Terminadas las labores envolvieron el cadáver en un saco mortuorio de color blanco. Lo subieron al platón de la camioneta. Los curiosos de la vereda vieron partir a la Policía, preguntándose quién tiene las agallas para matar a cuchillo e incinerar a una persona sin el asomo mínimo de piedad. Todo eso ocurrió mientras en una casa en Girón, lejos de allí, el asesino, con varios galones de cloro y café, limpiaba hasta más no poder la sangre impregnada en charcos en el piso y paredes de la cocina, la sala y el patio. Algo que para un seguidor riguroso del programa CSI sabría que es infructuoso. La sangre permanece, su rastro no desaparece así se tenga el lugar pulcramente aseado. Con reactivos y luces aparece. Como un zarpazo mortal delata al asesino.
La confesión del crimen
Luis Fernando Pinto García, de 21 años, estudiante, acudió a las instalaciones de la sede de la Policía Nacional de Santander, a principios de abril de 2015. Allí denunció lo que consideró una “extraña desaparición” de su padre, Jesús María Pinto Anaya, de 51 años, divorciado, dedicado al comercio de cítricos y piña en el área metropolitana de Bucaramanga y Lebrija. Esta última localidad donde era muy reconocido. Este hombre, según la denuncia, no regresó al conjunto residencial Alicante de Girón, donde vivía con su hijo. El joven agregó que su padre tenía contextura delgada, cabello negro, ojos oscuros, cejas pobladas y cara ovalada.
Los investigadores Óscar Becerra y Hermes Rodríguez, al recibir el reporte de la denuncia por la desaparición de este comerciante sospecharon. Muchas veces no hay coincidencias en el mundo del crimen. El cadáver apareció el 28 de marzo de 2015 y en menos de una semana se reportó una desaparición. Mientras se analizaban las muestras de ADN del cadáver, obtuvieron autorización para realizar un allanamiento e inspección en la casa donde residía el comerciante desaparecido. Algo les decía que había algo más en esta historia.
Los investigadores llegaron hasta la vivienda en Girón. Los recibió Luis Fernando Pinto García. Se hizo un registro fotográfico del lugar. Luego aplicaron químicos y luces fluorescentes, como las que se observan en el programa CSI, para detectar trazas de sangre. Algo inmediatamente inquietó al investigador Óscar.
– Nos generó curiosidad que encontramos muchos frascos vacíos de cloro y bolsas de café en la casa. Todo estaba muy limpio. Ya intuíamos que pasaba algo, porque eso solo lo hacen las personas con mente criminal que quieren desaparecer evidencias. Activamos nuestros químicos y luces forenses. Hallamos entre la cocina, la sala y el patio lagos hemáticos, es decir, trazas de sangre humana, que fue verificada después en el laboratorio. Al terminar la diligencia concluimos que en esa casa ocurrió un crimen.
Los rastros de sangre se encontraron también en la camioneta de estacas, de placas BUP-184, que utilizaba Jesús María Pinto Anaya para movilizarse. El vehículo, pese a la denuncia de desaparición, permanecía estacionado en la vivienda.
– El informe final forense determinó que en esa casa se registró un ataque a una persona con cuchillo a mansalva y sin piedad. Determinamos que la víctima intentó defenderse. Encontramos registros de abundante sangre en paredes.
Ya en la madrugada, al finalizar la diligencia, Óscar Becerra se sentó junto a una especie de capilla, que se construyó en el conjunto residencial. Al lugar llegó el joven Luis Fernando Pinto García. Los dos hablaron sobre el padre desaparecido cuando se escuchó una confesión. Al oírla un torrente de sangre encendió la cabeza del veterano investigador.
– El muchacho me dice que mató a su papá. Que él es el responsable. Luego dice: ‘¡que Dios me perdone!’.
Pese a esta confesión, Luis Fernando Pinto García no fue capturado en ese momento, ya que no existía una orden en su contra por parte de un juez. La investigación continuó. Medicina Legal verificó que el cadáver hallado en Rionegro correspondía a Jesús María Pinto Anaya solo hasta el 21 de julio de 2015, es decir, tres meses después de hallado el cadáver y realizada la inspección a la casa en Girón.
Captura y condenas
Cuatro meses después de esta confesión, solo hasta el 5 de septiembre de 2015, a las 3:30 a.m. fue capturado por la Policía Luis Fernando Pinto García, acusado del asesinato de su padre. Se conocería después que el joven aseguró que le propinó las heridas a su papá en un forcejeo, ya que no tenían una buena relación. Una vez le quitó la vida, aseguró en su confesión a la Policía, decidió borrar toda evidencia del crimen.
Arrastró el cuerpo hacia el patio donde lo lavó. Lo envolvió con dos cobijas, una rosada y otra roja y lo depositó en la parte de atrás de la camioneta, donde armó una especie de ataúd improvisado con las canastas de cítricos.
Cerca de las 9:30 de la noche del 27 de marzo de 2015 salió del conjunto residencial con el cadáver. Tomó la carretera que de Girón conduce a Lebrija. Se desvió por un camino destapado y llegó a un improvisado basurero. Ropa, documentos, celular de su papá y el cuchillo con que cometió el homicidio los impregnó de gasolina e incineró. De allí se dirigió a Rionegro. Abandonó el cadáver de su padre. De allí continuó hasta Ruitoque Bajo, lugar donde quemó todos los elementos que podrían relacionarlo con el crimen, como las canastas de cítricos. Al final, se dedicó a limpiar la escena del crimen con cloro y café.
Dos meses antes de la captura de Luis Fernando Pinto García, en la celebración de la Virgen de Carmen en Lebrija, embistió con su camioneta a dos personas que se movilizaban en una moto. Ocurrió a las 9:30 p.m., frente al barrio María Paz de Lebrija. El informe de tránsito consignó que el vehículo invadió el carril contrario y chocó de frente a los motorizados. En el lugar murieron Willinthon Capacho Ramírez, de 18 años, y Jorge Enrique Suárez Becerra, de 19, que se movilizaban en la motocicleta de placa MWE-95C. La camioneta huyó del lugar, pero fue inmovilizada tres kilómetros adelante, en la vía a Barrancabermeja. Margarita Becerra, madre de Jorge Enrique Suárez Becerra, quien perdió la vida en el hecho, no perdona a la justicia.
– Si a ese joven lo capturan después que confesara el crimen de su papá, mi hijo estaría vivo hoy.
Por la muerte de los motociclistas fue hallado culpable del delito de homicidio culposo y sentenciado a cinco años y dos meses de cárcel. Por el homicidio agravado de su padre, este joven paga una condena de 25 años y cuatro meses de prisión. Actualmente está recluido en la cárcel de Cómbita, Boyacá. Dicen que la ira es como un lobo de enormes colmillos, insaciable hambre y mirada amenazante. Un lobo amarrado a una débil cuerda, que cuando se rompe, lo devora todo, especialmente con un cuchillo, como el protagonista de esta historia. Las 20 heridas en el cadáver lo certifican.